sábado, 25 de junio de 2016

Página Suelta #1. Sobre la imaginación y los mundos posibles.

Hace unos días volvía en el metro. Creo que eran sobre la una y media de la tarde: el calor asfixiaba y los vagones estaban atestados de gente. Mi trayecto, guiado por los raíles de la línea 6, comenzó en Ciudad Universitaria y terminó en Avenida de América. Como siempre que vuelvo de la facultad.

Fue en Guzmán el Bueno cuando entraron en el vagón dos personas que me llamaron la atención. Una de ellas era un chico, alto, pelo largo, rizado, suelto y rubio; piel morena y camiseta de eskorbuto. La segunda era una chica, más o menos de mi altura, pelo largo, liso, con coleta y moreno; piel blanquecina y un vestido largo del color verde de las aceitunas. Aunque siendo sincero, estas características fueron las últimas en las que me fijé.

El chico estaba leyendo un libro de George Orwell, un libro que jamás llegaré a saber si tengo yo en mi propia estantería, ya que no conseguí leer el título. La chica estaba leyendo un libro de la editorial Anagrama, seguro que de algún autor borracho del siglo pasado. O no.

Siempre que entro a un vagón de metro intento fijarme en los rostros que me rodean. Rostros que muy probablemente nunca vuelva a ver y, a decir verdad, la mayoría de ellos están cabizbajos mirando el móvil, quizá leyendo las noticias, viendo vídeos en Facebook o hablando con alguien por What'sApp. Pero ellos dos no, joder. Y estaban uno frente al otro, los dos pegados en la puerta que después de unos segundos se volvería a abrir. Y yo también estaba frente a ellos, contemplando su perfil iluminado, apoyado en la puerta por la que siempre salgo pero nunca entro.

Pensé en qué harán por las tardes, qué no será de ellos. Cuáles son sus preocupaciones, qué piensan acerca de la violencia para defender una causa justa. Dónde habrán estudiado, por qué leen los libros que sostienen y no otros. Hasta qué punto son incapaces de levantar la cabeza y ver que les estoy observando, dejando a un lado la música que algún día estallará mis tímpanos, dejando al otro lado el propio libro que yo me estaba leyendo. Solo por verles. Solo porque han entrado en el mismo vagón que yo.

Por eso, a veces, las mejores historias están en nuestras cabezas y no en las palabras que algún autor proscrito consiguió escribir. Y esas son las verdaderas historias. Aunque nunca sepa qué libro de Orwell era, aunque tampoco consiga saber cuál era el libro de Anagrama. Sé, que por cuatro paradas de metro, menos de diez minutos, ellos eran mis personajes y yo, aunque como un mero espectador, conseguí ser el protagonista de la historia que solo ocurrió en mi cabeza.

Por un momento sentí que había ganado a esta sociedad en la que parece delito imaginar. O no.

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